¿Habéis tenido alguna vez dolor de muelas?
Seguro que sí, no sé qué por qué las muelas del juicio aún siguen tocando las narices a todo el mundo. Nosotros las sacamos de ahí, pero ellas están convencidas de que su misión en la vida es la de crecer cuando ya tienes veintitantos y eres plenamente consciente de tu dolor.
He oído varias veces que los bebés están «rabiosos» cuando les salen los dientes: lloran por todo, tratan de morder lo mas duro y frío que encuentran y no hay forma de consolarlos. Las madres y abuelas aseguran que es uno de los procesos más dolorosos de toda nuestra vida, así que está programado para suceder en una etapa que de mayores no recordaremos. Excepto esas caprichosas muelas del juicio, claro. Ellas van por libre y les da igual lo mal que lo pasemos.
Me siento como un perro rabioso. Toda la boca parece apretar hacia derecha o izquierda, haciendo que todas las piezas de mi dentadura sufran. «Tantos años de pagarte aparatos para que ahora dejes que todo se te mueva», dice mi madre ante mi negativa de pasar por el dentista.
A medida que avanza el día, el dolor se extiende. El tercer gelocatil ha dejado de hacer efecto, y mil pinchos me molestan desde el cuello hasta la oreja. ¡Todo lo que puede hacer una estúpida muela! Apretaría cubitos de hielo si eso no fuera a hacerme más daño y, probablemente, a dejarme algún diente roto.
He descubierto que si entreabro la boca todo duele menos. La cuestión es alejar la carne del moflete, maltratada y pellizcada, del diente asesino. ¿Cómo es posible que me duela incluso al tragar saliva? Y ni os cuento si quiero soplar los pelos de mi gato en el pantalón y meto los mofletes hacia dentro, invadiendo toda la cavidad dolorida.
¿Pueden anestesiarme y sacar este alienígena de mi boca, ya, ahora? Odio que me hagan cosas, pero esta rabia no me deja concentrarme en nada. ¡Grrrrr!